Cuando se escucha la voz de Sean Rowe, aquel joven león llamado Van Morrison viene a la mente. Este neoyorquino de Albany es un soulman disfrazado de cantautor. En sus discos (tiene cuatro: “27”, de 2003, “Magic”, de 2009 y reeditado en 2010 por Anti, su sello desde entonces, y “The Salesman And The Shark”, publicado a finales de 2012; dos años después puso en circulación el cuarto, "Madman") juega de forma templada con la instrumentación, mezclando guitarra eléctrica con xilofón o sacándole punta al teclado o el chelo, para crear capas de sonido llenas de vida, pero más discretas que ostentosas. Sobre ellas hace que fluyan el tipo de melodías que te esperarías en Bruce Springsteen. Para sostener eso en directo se basta y se sobra solo, y de qué manera, haciendo sudar la guitarra y alzando su vozarrón de barítono, una suma que crea un efecto hipnótico. Las seis cuerdas parecen seis músicos y el mástil, el de un barco. Y cuando le da por las versiones se mete en el pellejo de las canciones ajenas hasta el tuétano. A esto hay que sumar sus propias letras, que despliegan abanicos de emociones hasta que las barillas no dan para más.